La casa vacía
La luz de agosto entraba a raudales por el ventanal de la cocina. Marta preparaba cajas de cartón del supermercado reforzándolas con cinta adhesiva mientras Elsa y Glori envolvían las piezas de vajilla en papel de periódico. Yo observaba la escena esperando a que se llenase alguna de las bolsas de plástico azul que terminarían en el contenedor de la basura.
El desorden no impedía que aflorasen los recuerdos y volví a ver a mi suegro Ángel sentado en la esquina de aquella cocina, entretenido con los gorriones a los que alimentaba con migas de pan. Vi a Baby, la superabuela, de pie junto a los fogones, hablando con voz dulce a un Iyán de tres años y rizos dorados que jugaba con cochecitos y canicas en el suelo de la sala. Voces en la distancia que marcan la crueldad del tiempo. Bajé la escalera de la calle con la bolsa a cuestas. Crucé el jardín comunitario intentando esquivar la nostalgia de un pasado tan reciente y tan lejano y no pude evitar cierta tristeza al lanzar aquellos recuerdos envueltos en plástico al fondo de un sucio contenedor. De vuelta a casa volvieron las imágenes y los ecos sordos de los timbres de las bicicletas. Nel recuerda aquellos veranos luminosos de carreras y juegos, de balones de fútbol y patinetes, todo envuelto en la dulzura y el frescor de los besos y los helados de hielo. Y como una estrella fugaz todo terminó. Tan rápido como lo hizo la infancia. Ángel y Baby se fueron pronto, casi sin despedirse, víctimas de la sentencia de un destino que dejó tan vacía la casa que jamás podremos volver a llenar. Esta calurosa mañana de verano cerramos por última vez la puerta tras la que se quedan montones de recuerdos. Y buen pedazo del alma.